Al menos desde los años 90 una de las enfermedades infantiles
diagnosticadas
 con mayor frecuencia ha sido el trastorno de déficit de atención e
 hiperactividad
(TDAH), un padecimiento psicológico que paralelamente se reveló
como uno de
 los principales negocios de las grandes farmacéuticas y, en el caso
de los niños,
 permitió encontrar una justificación médica para la inquietud y la
 distracción
que se creerían propias de dicha edad.
En años recientes el diagnóstico ha sido profundamente cuestionado,
 tanto en
 términos neurológicos como éticos, pues si por un lado no parece
existir
 evidencia conclusiva sobre su existencia como trastorno
 psicológico,
por otro el hecho de que genere enormes ganancias
 económicas a un puñado
de corporaciones lo vuelve, por decir lo menos,
sospechoso.
Dichas dudas se agudizan ahora que se ha dado a conocer
la confesión
de quien en la década de 1960 definió el TDAH, el psiquiatra
 estadounidense
Leon Eisenberg, quien poco antes de morir aceptó que el
diagnóstico fue
una invención médica y, por lo tanto, el TDAH es “un ejemplo
 de enfermedad ficticia”.
La labor de Eisenberg fue crear supuestas pruebas de que
 la falta de
concentración de un niño tenía orígenes genéticos que,
 con todo, podrían
 corregirse al suministrar un fármaco. Sin embargo,
 a mediados de
2009 reveló que, si el TDAH existe, este debería
 relacionarse con
 las circunstancias psicosociales del menor, solo
 que esto tomaría tanto
tiempo que, para fines prácticos, lo más fácil fue
optar por
“prescribir una pastilla contra el TDAH”.
La confesión de Eisenberg pone de manifiesto,
una vez más, el hecho
de que la salud humana es también fuente de
 ganancia de unos cuantos,
una mercancía con la cual se trafica, parte de un
 proceso de producción
 y consumo que incluye también, como en
 este caso, enfermedades
 que no existen hasta que se las fabrica.

[RT]